El mundo que me rodea no es el que conozco: pacífico, ordinario y sin incidentes. Está de cabeza. O quizá yo lo estoy. La verdad no lo sé. Desconozco qué es real y qué no.
Escucho voces y el sonido conocido de una ambulancia. Un hombre mayor se acerca a mí y toma mi mano. Apenas puedo sentir el contacto tibio de su piel. Ni siquiera logro enfocar su rostro. No puedo ver su expresión, pero sé que está preocupado. Su voz me lo ha dicho.
–Aguanta –susurra. –No te vayas, hija. No te vayas.
Me pregunto por qué me ha llamado “hija”. No nos conocemos.
Quiero decirle que no tengo intención de marcharme. Quiero quedarme. Aun me quedan muchas cosas por hacer y decir.
–Mírame –exige. Trato de hacerlo.
No puedo. La oscuridad se expande y el miedo se incrementa.
Dios, por favor.
Pero Dios no responde. Dios no está aquí. Quizá nunca lo estuvo.
–Qué…de…se… –alcanzo a susurrar. Sé que he hablado, aunque no reconozco mi voz. Sueno cansada y adolorida, aunque no siento nada.
Aprieto la mano del hombre y él me devuelve el gesto. No quiero estar sola. No quiero morir sola.
Tengo miedo. No se vaya. Por favor, no se vaya.
Esto no puede pasar. No puedo perder mi vida. Siento que me ahogo en un cielo oscuro, un agujero negro. Trato de tomar aire, lo intento una y otra vez pero no puedo… La oscuridad empieza a tragarme y floto en ella suavemente.
¿Esto es morir? No duele físicamente. Es casi relajante, excepto por la incertidumbre de no saber qué pasará conmigo.